Por vez primera desde el 12 de marzo de 1986, día en que me estrené en las lides profesionales del seguimiento de las consultas populares con el referéndum sobre la OTAN, ayer vi los toros desde la barrera. Seguramente, será la última vez en años porque, como expresaba Jean Marais en su papel de Fantomas, ¡¡¡VOLVERÉ!!! Tiene su guasa hacer el seguimiento de la jornada electoral a través de la radio del móvil de Mercedes, sudando la gota gorda con Pepe en el montaje de algunas cositas que no es menester describir, mientras al fondo suena el Ave María de Schubert que la «loca de los videos» machaconamente repite mientras los edita primorosamente. Y no digamos acabar la faena y, en lugar de correr a toda pastilla para el cierre que los tiranos de la rotativa apremian, sentarse frente a la sede de la Comarca iluminada con los colores de Ucrania con un buen vino del Somontano. Es lo que tienen las pausas laborales, inducidas o buscadas.
Esa oportunidad de reflexionar desde la barrera permite parar, mandar y templar, como los grandes maestros del toreo. Y constatar que los tiempos cambian y el incendio de las calles por la conspicua Lastra para hoy ha quedado sin efecto porque Vox no entra en el gobierno, y hasta me pregunto si esto, en realidad, ha aliviado o ha enojado a Adriana. Como no soy exégeta, lo dejo para su intimidad. No, nunca hay que quemar nada después de una consulta popular, porque es tanto como insultar a los ganadores. El único fuego admisible es el físico, como sucedió la noche y madrugada de ese 12 de marzo de 1986 con el bar de mi tío Víctor en Lodosa, que dejó devastado el establecimiento mientras el gobierno de Felipe González celebraba por todo lo alto haber salido de aquel lío en el que se metió por cumplir con su promesa electoral en octubre de 1982. ¡Lo que ha cambiado la política! Se cumplían los programas porque, de lo contrario, una ciudadanía enojada estaba vigilante a pie de obra. ¡Qué tiempos aquellos!
Cuando se cumple el aforismo de Pío Cabanillas, «hemos ganado, no sé quiénes, pero hemos ganado», todo discurre sin grandes tempestades. El problema es cuando sólo triunfa uno, lo que significa que opera otra gran máxima del genial político de la transición: «Cuerpo a tierra, que vienen los nuestros». En los cuarteles electorales de Moreno Bonilla reinó la euforia y en los de Vox la sensación agridulce que vivieron González en el 93 y Aznar en el 96, porque Macarena, dale a tu cuerpo alegría y cosa buena, no laborará en San Telmo y sus querencias palaciegas se limitarán a visitas de cortesía o de información. En las trincheras de Ciudadanos, la primera víctima, Juan Marín, entre muchas otras colaterales. En las del PSOE, las Espadas quedaron en todo lo bajo y se rumia una reacción quizás hoy soterrada, pero pronto veremos si el rey de la resistencia sigue escribiendo su manual. Y en la izquierda extrema, ultra o radical (igual que la derecha extrema, ultra o radical, siempre a gusto del consumidor), atomizada hasta la extenuación, el desencanto pinta a ruido de sables de Iglesias apuntando a la díscola Yolanda.
Tres cuestiones me parecen relevantes por encima de otras tras las elecciones andaluzas. La primera, que el bipartidismo ha superado el bache descomunal que le llevó a perder incluso el ecuador del cincuenta por ciento de apoyo en algunos comicios claves. Entre PP y PSOE sumaron esta noche dominical un 67 % largo de las voluntades, que vienen a ser más de dos de cada tres votantes. Se reordena el mapa, lo que no implica monolitismo, pero cada uno es libre de concebir su propio análisis. A mí, los moderados me molan más.
Segunda, que España no es país para centros. Yo, que llegué a pegar carteles de la UCD, he constatado consecutivamente la ingratitud con el partido de Suárez protagonista básico de la Transición, la crueldad con el sucesor CDS dotado de toda la audacia, la inconsecuencia de cargarse a UPyD tras arruinarse en los tribunales persiguiendo la corrupción y el abatimiento de Ciudadanos en cuyo barco las ratas abandonan quizás ahora con algún sentido… si la conciencia se lo permite. Juan Marín ha sido leal y valiente, dialogante y constructivo, pero el desastre de la marca de Arrimadas conduce a una cierta injusticia y a una cierta justicia por sus errores pasados. Al centro se le exige una ejemplaridad para la que otros quedan exentos por veredicto popular.
Tercera, que ha triunfado un candidato que no es vociferante. Se le ha acusado en campaña de ponerse de perfil -quizás sea cierto-, de aprovecharse de otros que le han hecho el papel como el propio Juan Marín -quizás también-, en definitiva de practicar el dontancredismo. Pero no puedo interpretar que un largo 43 % de los andaluces sean tontos, insensatos o irresponsables y quizás un presidente que no grita, que celebra con sencillez, que practica la espiritualidad y el deporte, que ha tenido la paciencia de escuchar menosprecios en sus orígenes, pueda ser el caballo ganador del electorado.
Que estas elecciones pueden ser interpretadas en clave nacional es tan cierto como que todas las que se celebran son así definibles, exactamente igual que en el sentido contrario. Todo es legítimo, salvo la vulneración de los derechos fundamentales de nuestra Constitución y el desprecio a la soberanía popular. Siempre y cuando la democracia funcione en su esencia, el pueblo habla, los ganadores asumen una responsabilidad suprema y los perdedores han de retirarse al rincón de pensar para retornar con vocación de servir al país.