Hace tres años, surgía Mañana, una iniciativa con grandes y pocos socios en Ifema bajo la directriz filosófica de Carlos Barrabés. Una locura periférica en la céntrica feria de Madrid, doscientos puntos en torno a los cuales los inscritos participaban en cualquiera de las doscientas mesas en las que se debatía en torno a los ejes de crecimiento sostenible, habitabilidad y bienestar. Una fórmula transgresora y multidireccional para buscar los caminos sobre los que se encauzarán nuestras vidas en los próximos lustros. En una conversación con Carlos, recuerdo que me decía que, independientemente de que abramos nuevos horizontes, nuestra propia realidad sociológica (un país envejecido y terciarizado) debe inducirnos a proteger nuestras grandes fortalezas: cuidar y servir.

La pandemia ha refrendado esta dualidad. Somos buenos cuidando y sirviendo. Esta aptitud ha salvado cientos de miles de vidas, y no la propaganda policromática institucional. Y por eso hemos aplaudido en los balcones a los sanitarios, a las fuerzas de seguridad, a los transportistas, a las cajeras de supermercado, con absoluto mérito en todos los casos. Homenajes, proclamas, artículos, premios de postín… A los maestros (aquí incluyo a docentes y todo el personal de los colegios), que en confinamiento soportaron la jaula de grillos de la presión de progenitores y alumnos, les echamos en septiembre de 2020 al foso de los leones. Entiéndase con eso de «les echamos» un plural mayestático, yo no fui, fueron el gobierno de la ministra Celaá (que prometió ordenadores hasta para los murciélagos, aún recuerdo la entrevista de Encarna Samitier) y los de todas las autonomías. Mi hija, mis hermanos, mi sobrina, mi amigo admirable Ángel Morán y tantos y tantos profesores acudieron a abrir las puertas y las ventanas para enfrentarse a un helador invierno, poniendo de su parte incluso el material (mascarillas, gel hidroalcohólico y más) porque la dotación era manifiestamente insuficiente. En la mochila, llevaban una carga pesada de incertidumbres que en nada ayudaban a despejar las erráticas normas sanitarias y educativas, consumidos como estábamos todos por el pánico de las estadísticas de muertos y de UCIS a reventar. Cada clase se convirtió en una cápsula bajo la batuta de las maestras y los maestros. El resultado fue tan espectacular, a pesar de los cierres preventivos por contagios, que sirvió para que los próceres rápidamente salieran a colgarse las medallas. Y, sin embargo, ellos, los protagonistas, prosiguieron su callada labor de tejería de las personalidades de los pequeños. Sin levantar una sola voz más alta que otra. Con la misma paciencia de siempre.

A los maestros (aquí incluyo a docentes y todo el personal de los colegios), que en confinamiento soportaron la jaula de grillos de la presión de progenitores y alumnos, les echamos en septiembre de 2020 al foso de los leones

Ayer comentaba mi hija que era el último día con los niños. Quedan unas cuantas jornadas más hasta las vacaciones, coincidiendo con la irrupción de julio. Y el primer pensamiento, que seguro que fue clamor en muchas madres y en muchos padres, es el de los dos «mesazos» de vacaciones que se van a pegar los maestros. Es como si confluyeran todos los astros, porque además quien inventó el calendario pensó en ellos para juntar los dos meses con 31 días, la única correlación con esta condición en todo el año.

A este respecto, no soy imparcial. Por familia y porque yo mismo, ante la llamada, desistí del ejercicio de cualquier actividad pedagógica cuando tuve la opción. No estaba mi templanza, en juventud, al nivel de soportar ese prodigio que es la diversidad que, sin embargo, exige entenderla y ahormarla para extraer lo mejor. No estaba dispuesto a la resignación frente a la intolerancia de los padres (entiéndase en genérico) a las bajas notas y a la justicia con la que, en 999.999 de cada millón de casos, se aplica el profesorado. No aceptaba esa infausta costumbre de los progenitores asaltando a mis hermanos en sus horas de asueto cuando pretendíamos tomar un vermú de fraternidad. Servicio 24 horas. Y, por estos motivos entre muchos otros, que me incapacitaban para la docencia, admiro más a quienes cada mañana abren las puertas del aula para someterse con cara angelical a una sesión difícil, cada una con sus matices, con sus dificultades… y también con la riqueza existencial que les permite incorporar a su arcón existencial.

Quienes ahora se van dos meses de vacaciones han tenido que bailar con la más fea en la pandemia, que ha estado muy presente también en este curso. Han debido lidiar con la reforma educativa, la enésima y la enésima sin consenso ni reflexión colectiva. Han tenido que solventar las limitaciones de recursos desde la administración, e incluso la irracionalidad que representan algunas inercias como esperar a última hora (como buenos españoles) a resolver los destinos de los interinos para que la dirección del centro pueda planificar (de hecho, no debiera pasar junio sin que hubieran quedado resueltas las plantillas). Han soportado a padres que, en su ceguera, conciben como fracasos los avatares de la maduración de los estudiantes y se enfrentan con violencia verbal a los tutores. A aquellos que se rebelan ante la sugerencia de repetición de curso hasta el punto de poner en riesgo su evolución. Y han escuchado las quejas porque el comedor escolar no ofrece un menú de más calidad para que ellos contenten a las criaturas con pasta y pizza con las que demostrar que son los más «enrollados».

Y, sin embargo, en el universo de padres entra, frente a las estridencias, el sentido común que imponen los propios niños. Esos que alientan, junto con las mamás y las papás, los sutiles obsequios que sueltan el lagrimal de quienes han convertido un año de la temprana edad de los pequeños en una experiencia que proyectará la construcción de su carácter y su cultura.

Son paradigmas de país. Víctor Hugo, que además de escritor participó en la Asamblea Constituyente de la República Francesa, pronunció discursos memorables como aquella diatriba contra la reducción del presupuesto para cultura con la arenga a querer, «además del pan de la vida, el pan del pensamiento, que además es el pan de la vida». Y sentenció que «el porvenir está en el maestro de escuela».

La vida es un ejercicio de libertad, como lo han de ser la escuela y la universidad. Por tanto, amigo lector, puedes continuar con tu certeza de que los maestros van a tener «dos mesazos» de vacaciones. Y, como no te vamos a enclaustrar diez meses en un aula con todas las dificultades estructurales y del día a día, puedes perseverar en el prejuicio y negarte a salir al balcón a aplaudir a los maestros. Pero yo, ahora mismo, voy a salir al mío a dar una ovación unipersonal. Aunque los vecinos me miren como a un loco… o a un quijote.