Si por algo me alegra que el Gobierno de Aragón hiciera caso omiso de mi opinión desde el minuto uno, cuando aprecié y lo manifesté públicamente que Cataluña quería imponer su sello supremacista sobre los fantasmagóricos Juegos Olímpicos de Invierno con la complicidad del COE y la connivencia de un Madrid acuciado por sus necesidades de aritmética parlamentaria, es por la diversión casi novelesca que nos está propiciando. Es obvio que hay una parte oficial de la comunidad vecina que siente verdadera aversión a la realidad histórica y reacciona muy mal, como nos dejó escrito Ovidio: «La envidia, como el más mezquino de los vicios, se arrastra por el suelo como una serpiente». ¡Qué se le va a hacer, la historia es la historia y la de Aragón es la de un gran reino! En términos estrictos de economía de esfuerzos, yo considero que Lambán, Faci y los técnicos de la Diputación General de Aragón se tendrían que haber ahorrado desplazamientos, gastos, desasosiegos e hipocresías varias, porque la suerte estaba echada. El Rubicón que inspiró a Julio César la proverbial expresión era más fácil de cruzar que las mentes cortas de alcance de sus interlocutores. Quienes hemos tenido que serrar algún tronco sabemos que, cuando toca veta, por ahí no hay nada que rascar.
Lambán, Faci y los técnicos de la Diputación General de Aragón se tendrían que haber ahorrado desplazamientos, gastos, desasosiegos e hipocresías varias, porque la suerte estaba echada
Sí que ha sido un ejercicio edificante, tanto en la reafirmación directa como en la inversa. La directa es esa que nos consuela o, al menos, nos ratifica en nuestras convicciones porque vemos que esa es la senda adecuada. Por activa, todo el argumentario en torno a esta perorata de meses ha incidido en que, para emplear el tiempo, mucho mejor el guiñote que la oratoria estéril (el arte de Demóstenes, Cicerón y tantos y tantos trataba de convencer, no de desgastar; de lo contrario las espadas estaban al quite). De no ser por el acento, juraría que Paco Martínez Soria, «don Erre que Erre», era de San Cucufato del Vallés raza pura. El reparto de roles entre Cataluña y Aragón es inasumible y, por tanto, mejor apearse antes de que el descenso coja velocidad y no haya freno.
En la reafirmación inversa, se sitúan todos esos personajes que no han entendido el papel asignado en esta ceremonia o, por el contrario, confunden el culo con las témporas. Entre los primeros, con gran pesar de corazón, el bueno de Pau Gasol, siempre discreto y resistente frente a las veleidades independentistas y que en esta ocasión, seguramente porque algún garganta profunda le ha susurrado al oído que en materia blanca el marrón sólo era aragonés, ha errado como -casi- nunca hacía en los partidos decisivos con la selección. Decir que Aragón ha roto la aspiración olímpica por política es tanto como creer que, efectivamente, todas las ideologías catalanas emanan del Monasterio de Santa María del Poblet por la iluminación cisterciense. O que los bienes expoliados a las diócesis altoaragonesas por Messeguer y sus acólitos fueron grandes obras de caridad y solidaridad con los compañeros de la confederación catalano-aragonesa. La candidatura no ha sido explosionada, sino implosionada por las mentiras, los ardides y las deslealtades tanto desde la Generalitat como, crucialmente, del presidente Blanco. Las revelaciones de El Confidencial sobre un informe de la Guardia Civil ponen en evidencia sus artimañas y su parcialidad, además de su ignorancia ante Artur Mas y alguno de la cuerda: decir que a Zaragoza ni caso es como pensar que por la Plaza del Pilar pasa el eslalon gigante y en Independencia el circuito de Bobsleigh (que no digo yo que no si alguien de ese paseo se empeña).
El caso es que mi reafirmación inversa se ha consolidado al constatar en redes sociales algunas críticas a Lambán (no las de la oposición política, que eso entra dentro del juego dialéctico) con glosas hagiográficas de San Alejandro Blanco, benefactor del olimpismo (no resistiría casi ninguna de las grandes ideas del Barón de Coubertain), desde tribunas de viejos apóstoles del periodismo de comilonas, regalos, favores, derroches y picarescas. Esas prácticas que Antonio y yo conocimos, de las que huimos pero observamos porque la tentación estaba al acecho en aquellas épocas que, más que gloriosas, más que épicas, podían ser definidas como casposas e indignas. Hoy, las guerras mediáticas son más sofisticadas, se reducen al «cambio de cromos» informativo-publicitario, uno de los grandes castigos de la publicidad. Blanco y en botella… mala leche.