El inoportuno virus me ha privado de casi una semana de salidas, de actos y de encuentros. Incluso ha demorado mi última experiencia en «el mundo de ahí fuera». A poco más de centenar y medio de metros de mi casa, pero seis días lejos de allí, desde ese lunes en el Abba Huesca en el que el equipo de Sommos propició una cata memorable. Las pruebas de vinos son como los toros, como las faenas, cada una es una vivencia diferente. Y, cuando se le añade el relato, que es algo factible cuando concurren esa especie de rapsodas que son los enólogos, el riesgo de decepción es cero. Todos rozan la perfección, pero por arriba. El mundo del vino es esotérico, entre los influjos de la luna, de las raíces, de la tierra, del sol y de las lluvias, de elementos tan diminutos que son invisibles como las bacterias, y también de la propia personalidad de un territorio. Algún magnetismo especial debe tener el Somontano cuando inocula tanta pasión desde los viejos alquimistas de las bodegas a los nuevos profesionales de la viniviticultura y la enología, JASP (jóvenes aunque sobradamente preparados) auténticos.
Para disfrutar una cata se precisa capacidad de asombro. Y exhibirla sin tapujos. Sin vergüenzas. La curiosidad. Esa es la actitud. Mirar a Diego Mur, director de Marketing (o Brand manager o lo que quiera ser, que puede), cuando discretamente anuncia la cata de la gama Colección, abre los ojos para una definición brillante: El Nuevo Mundo dentro del Viejo Mundo, el Nuevo Somontano dentro del Somontano Clásico. Tiene mucha más profundidad que un juego de palabras. Una apuesta transformadora que trasciende las fronteras y los continentes, incluso transgrede la linealidad para exhibir una potencia de esta denominación: la de romper las barreras de la ortodoxia. Y, además, confirma una cultura que ya se ha consolidado en esta pequeña zona de 4.400 hectáreas y una media de 17 millones de kilos (el año pasado se fue un poco la romana hacia arriba): la lealtad hacia el territorio de las bodegas (poco más de treinta), conscientes de que la «coopetición» (cooperación y competición) es el camino para desbrozar los caminos del mercado. Juntos, más fuertes.
«El Nuevo Mundo dentro del Viejo Mundo, el Nuevo Somontano dentro del Somontano Clásico» fue el eslogan con el que partió la cata de la gama Colección de Sommos en el Hotel Abba
Entender la singularidad propia dentro de la singularidad del universo somontanés. Esa es la clave que desveló acertadamente José Javier Echandi, director técnico de Sommos, que ha iniciado hace cinco años su periplo hacia el oscensismo desde Navarra como yo lo hice hace 36 años largos desde Lodosa. El enólogo es de ideas claras, rotundas y contenidas. No precisa el artificio. Sí me recordó al genial Fernando Abadías en su última época en Las Torres de la Estrella Michelín, en la que cada plato de la carta se resumía en dos palabras. Recuerdo que lo argumentaba asegurando que en los dos términos había de radicar la sugerencia y la sugestión. Echániz fijó la dualidad en cada variedad de las siete que integran, desde el Gewürztraminer al Cabernet. El Chardonnay es suelo-exposición por la relevancia del yeso y el mar que fue, de ahí su fondo salino y el tratamiento casi artesanal, a mano, por gravedad. Y el Tempranillo es río-sol en esa terraza fluvial en Torresalas en la que el astro pasa por encima sin dar directamente en la fruta. Y el Sauvignon Blanc altura-suelo, pletórico de mineralidad. Y el Merlot altura-latitud, 550 metros y la más septentrional de Montesa que favorece una maduración suave. Y el Syrah unicidad, y el Cabernet suelo-formación. El enriquecimiento de la narración propicia la participación de los invitados, entre los hosteleros los ávidos de conocer el producto que sacan a sus barras o a sus mesas. De expresar las peculiaridades de las parcelas, los suelos, los estilos, las identidades de las añadas. ¡Qué divertido es el Somontano, un pequeño mundo vinícola! Es proclama de José Javier. Y todos nos vemos concitados a buscar los aromas balsámisos, las avellanas, los frutos secos, las notas cítricas, las mantequillas o las vainillas, los regalices y ese curioso tanino terroso, los mentoles y los eucaliptos. Palabras recubiertas de aromas y de sorbos delicados, inspiradores. Yo se lo oí a Caballero Bonald: grandes piezas de la literatura mundial han aprovechado los duendecillos que el autor extraía de los efluvios del vino.
En su magnífico y un poco histriónico ensayo «El engaño de la gastronomía española», José Berasaluze achaca al universo de los placeres, y particularmente el vino, haber perdido el relato. Por falta de estudio y de interés. El Somontano lo arranca muchos siglos atrás, atraviesa a través de reyes y reinas, de brujas y seres legendarios las centurias y se planta aquí. En un metaverso feliz en el que la narración se enriquece, porque ni olvida las raíces ni renuncia a la sublimidad celestial. Sólo faltaron los abrazos de las viandas de Darío Bueno y la feliz conversación para firmar el contrato con el vino. Como me declaró en cierta ocasión Javier Tomeo, no me fío de la gente a la que no le gusta el vino… ni de aquella a la que le gusta sin límite. Pues eso. Salud.