Alonso Pérez de Guzmán, militar y noble leonés que propició grandes servicios a la causa del rey Sabio y de Sancho IV, fue requerido para la defensa de Tarifa, amenazada por el infante don Juan, hermano del monarca. Eran tiempos propicios para las deslealtades, las traiciones y la medra de los más innobles personajes. En realidad, apenas ha evolucionado nada. Hoy los mediocres siguen en su labor de zapa y trepa.

Tan valeroso era Guzmán el Bueno, que tal era su sobrenombre, que mostró toda su fortaleza ante los ataques de meriníes y nazaríes, bereberes los primeros, árabes de entre los que emergió Boabdil los segundos. Sin embargo, en su defensa heroica, los agresores apresaron a su hijo menor y requirieron la rendición a cambio del rehén. El Bueno les lanzó la daga para que mataran a su propio retoño antes de sucumbir al chantaje de los sitiadores. Un romance inmortalizó la escena: «Matadle con éste, si lo habéis determinado, que más quiero honra sin hijo, que hijo con mi honor manchado».

Es incluso posible que alguno de vosotros, amigos lectores, hayáis vivido la sensación de Guzmán el Bueno. Es más, en pleno asedio a mi integridad moral y anímica, expuse la leyenda del leonés cuando una sicaria de los príncipes citó en dos ocasiones la coincidencia en la misma estructura laboral de dos JG. Conocía la amenaza y ofrecí la daga. Hoy como en el siglo XIII, los mezquinos esperan siempre el sueño y la espalda para alojar la punta sin riesgo para sus vacuas existencias. Hoy, efectivamente, han consumado el exterminio. Con alevosía. Y felices de su miserable fechoría, con esa risa bobalicona incompatible con una red neuronal estable.

Castillo de Tarifa.