Tenía razón Jean Paul Sartre. Los cobardes son los que se cobijan bajo las normas. Está nuestro entorno pletórico de empresarios modélicos que ejercen la responsabilidad social de manera admirable. Conozco a muchos. Pero también he sufrido, reciente e inminentemente, la putrefacción de algunos que presumen tanto como carecen. Que predican sin practicar. Que escriben -mal, muy mal, es lo que tiene la atrofia por la falta de lectura- editoriales ejemplarizantes mientras van sembrando el camino de cadáveres laborales. Se van incluso a la piscina mientras uno de ellos todavía está caliente, respaldados por instituciones sin escrúpulos e incluso por clubes a los que odian porque aman a los rivales máximos. Y ahí siguen, con sus risas de hienas, como las de El Rey León que nos ha citado hace apenas dos días en Madrid. Las hienas, que son también cobardes bajo las normas, acaban perdiendo porque su función carroñera en la naturaleza se queda en los momentos de armonía carente de contenido.

El Madrid que deslumbra y el Madrid que desnuda todos los discursos que prometen que nadie se quedará atrás, sembrado como está de mendigos con instrumentos musical, con perros, con gatos, con artilugios varios

Las hienas sólo conciben su existencia en las tinieblas humeantes. No salen de su hábitat. Hay que salir al mundo. Viajar. Ver la diversidad. Observar. Comprender. Por la vida se puede caminar con orejeras y antifaz. En tal caso, se puede recorrer Sol, Preciados y la Gran Vía sin constatar la diversidad. Mastuerzos andantes, que es la versión más próxima de los zombis con respiración. Y, sin embargo, abriendo los ojos, se despliega un universo: heteros, LGTBI, banderas de orgullo sexual y de pasión deportiva, jóvenes convertidos en un tatuaje, personas de atuendos alegres y otras de vestimentas ortodoxas y aburridas, mayores que llevan bien alta la cabeza de una trayectoria edificante, gentes de todas las edades, razas y condiciones, trajeados con biblias y bermudas veraniegas, bajo la única uniformidad de los 39 grados de temperatura, que entre tal gentío incluso parecen más. Gentilicios y topónimos divertidos, marcas atractivas, incluso un restaurante que obliga a la cena, «El ingenio de Cervantes», por la seducción de unas paredes decoradas con estímulos literarios, taurinos y artísticos en general. Una camarera venerable y sabia, con una mano parkinsoniana que no empece para una sonrisa adorable. Y riquísimas viandas. El Madrid que deslumbra con su mítico comercio de Pontejos o de Doña Manolita. El Madrid que desnuda todos los discursos que prometen que nadie se quedará atrás, sembrado como está de mendigos con instrumentos musical, con perros, con gatos, con artilugios varios. La acción social más sencilla y más abandonada. Seguramente, por prescripción de Calviño o Montero en las respuestas a los periodistas, mientras pedían con sus harapos estaban plenamente satisfechos de la Cumbre de Madrid. Como yo las dos veces que he repostado. A punto he estado de decirle al gasolinero que le pasara la cuenta a la waylet de la ministra Ribera a cuenta de la Cumbre. La profesional de la estación de servicio, de hecho, me ha visto sonriente y ha pensado que el gesto risueño obedecía a la añoranza de esos paseos de Biden y Johnson por El Prado.

Hay que arrancar siempre un rictus optimista. No sólo son positivos los test de coronavirus. Sin ir más lejos, he tomado interlocución con alguien que creía que me había abandonado hace un año. Me alegra, aunque él permanezca en la trinchera putiniana. La empatía es comprender las posiciones de todos. La vida es una sucesión de cuestas hacia arriba y hacia abajo. El sábado fue seguntino. De Sigüenza. Una ciudad inabordable pese a sus pocos más de cuatro mil habitantes. ¿Se puede ver en un día? Se puede ver en un día, muy apretado y obviando algunos encantos de su entorno natural próximo, máxime en esta época en la que la lavanda seduce con su aroma desde Brihuega. El castillo, la catedral, los conventos de las ursulinas y las clarisas, la sucesión de iglesias, la Casa Doncel con sus museos de la guitarra y de los telares… Y con la atención de una profesional con familia en Huesca (alguien de Deloitte que, vía amorosa, reside en nuestra ciudad y no hace el corredor a la ciudad-Estado). Todos los caminos conducen a Huesca. Calor, mucho calor, unos vehículos históricos fascinantes y desde el hostal hasta el último de los servicios ese intangible que engrosa las cuentas de resultados de la relación humana: la amabilidad. El arte más difícil. El que diferencia entre las personas que merecen la pena y las que, por su succión energética, hay que dejar de lado. Lejos.

Preciosos vehículos de tres ruedas en la Plaza Mayor de Sigüenza.