Yo era bueno en matemáticas. Hasta que me dijeron que también eran letras y que los imposibles son posibles. Que los números conocidos se interpretaban con las primeras del abecedario y los más extraños con las últimas. Que el infinito era una especie de 8 tumbado (un antifaz me dice ahora Myriam cuando se lo pregunto) y que el álgebra permitía la representación de normas generales a través de letras. Con esas nuevas reglas del juego decidí que me limitaría a mi cálculo mental de sumas, restas, multiplicaciones y divisiones para acertar siempre la sucesión de operaciones de «Saber y ganar» y dejaría para mis hermanos, y para mis amigos matemáticos, la complejidad en la metamorfosis de lo que me parecía natural. No niego la trascendencia de ese universo, como también rechazo el desdén por el lenguaje, ese tesoro que aún recuerdo defender como la base de las matemáticas a José Luis Alegre Cudós, que tuvo mucho de renacentista (y supongo que lo mantiene el poeta y dramaturgo de Almunia de San Juan).

Cuando todavía la necesidad de aprobar me sostenía en la búsqueda de aprehender los conceptos, me parecía una metáfora de la vida la teoría de los conjuntos disjuntos. Aquellos cuya intersección era vacía, inexistentes. Son como una disonancia cognitiva, pensar algo y hacer lo contrario, una incoherencia. No se me tome al pie de la letra porque con certeza incurro en inexactitud. Pero sirve. Es un ejercicio fabuloso entrenar en la comprensión de personas con las que se discrepa. O con las que se coincide mucho más de lo que los prejuicios nos indican.

Es un ejercicio fabuloso entrenar en la comprensión de personas con las que se discrepa. O con las que se coincide mucho más de lo que los prejuicios nos indican

A mí me sucede con muchísimos políticos a diestra y siniestra. Les respeto a ellos. Incluso les admiro más porque somos capaces de debatir civilizadamente sobre nuestros desacuerdos. El otro día me encontré a Pilar Callén y hablamos de nuestra futura colaboración en contenidos en el proyecto empresarial que afrontamos. Necesita una tribuna libre y yo le prometí que la nuestra será libérrima. Así la concibo yo. Volvimos a coincidir en la concentración por las muertes en la valla de Melilla, #masacreenMelilla. Da igual si concurro en otros aspectos con gente como ella, o Migliaccio, o Marco, o Antonia, o Elena o Mamadou, porque la hermosura de la convivencia es que uno puede ser miope y el otro hipermétrope, y, sin embargo, se pueden abrazar.

Cuando nos falta unos días para lanzar nuestro ambicioso proyecto de comunicación en comunión, Pilar me envía la convocatoria de Izquierda Unida, «Construyendo un frente común», en su sede del Espacio Rosa Luxemburgo (a las 19:00 horas), una asamblea e la que están invitadas organizaciones políticas, sindicales y sociales para «frenar al capitalismo«.

Con matices, coincido -¡cómo no!- en que hay que luchar por una educación y sanidad pública (que en realidad a mí me parece toda aunque sea con otra titularidad), en que hay que favorecer la accesibilidad a una vivienda digna, a una ecología sostenible, al feminismo, que debieran ser ideales de todos los posicionamientos y entiendo, como explica Pilar, que también de la izquierda. Mal negocio sería que fuera sólo patrimonio de ese espacio, como malo lo es la exclusividad de otras ideas y símbolos.

El resto de manifestaciones de Pilar, en su afán de conseguir una participación no sólo de las bases sino de toda la ciudadanía que puede enriquecer las opiniones, los prismas y los matices, expone su prevención contra “el avance de la derecha, la extrema derecha y sus políticas liberales y antisociales”, así como frente a un contexto internacional inestable “donde el dominio del capitalismo va en aumento”. Prospectar el apoyo popular y movilizar al electorado está en los cimientos de toda organización política. Como en el fútbol, la clave está en la combinación de la razón y de la ilusión para movilizar a los acólitos. Cuando las alternativas son consistentes, cuando existe congruencia, gana la transparencia, que hoy es un rédito tan valorado como la confianza.

A mí, que viví profesionalmente la segunda década de los ochenta, cuando las asambleas de los grandes partidos eran un prodigio de debate incluso enconado entre las corrientes (aún rememoro aquella del 14 de septiembre de 1986 en que entró como favorito José Luis Sánchez y acabó electo Paco Pina), me seduce la riqueza y hasta la controversia, porque generan soluciones. Conjuntos disjuntos que perfeccionan el imperfecto sistema partidista, mucho más imperfecto cuando es monolítico que cuando incurre en un cierto caos ordenado. Quiero pensar, como Enrique Múgica, que la democracia no es el silencio, es la claridad con que se exponen los problemas y la existencia de medios para resolverlos.