Ha decidido Bildu -una de las muchas siglas que han emanado para el brazo político de ETA- que la ley de memoria democrática extienda sus tentáculos hasta 1983. No voy a calificar la pretensión de los filoetarras, que es obviamente revanchista y manipuladora, ni tampoco del gobierno, que considero menos abyecta aunque no por ello conveniente ni limpia por cuanto tiene de ventajismo. No hay pureza en el objetivo. El investigador Philippe Ariés explica las dos esferas que planean sobre la historia. Una, la visible, con las fuentes del Estado de la política, del derecho, del mercado económico, de las relaciones sociales, de la escritura, de la ideología, de la cultura erudita, del dominio de la conciencia clara… La segunda, la invisible, que hace relación al inconsciente colectivo, al espacio de la naturaleza y la cultura, entre lo biológico y lo mental. Me parece evidente, al respecto de lo que nos concierne, una doble certeza: la primera, que nada bueno puede emerger (aunque sea legal, no es legítimo) de quienes todavía justifican los actos terroristas que nos trajeron más de 850 muertes, decenas y decenas de secuestros, miles de extorsiones a empresarios y millones de españoles intimidados en su cotidianidad; la segunda, que la pretensión de los bildutarras no es hallar cauces de justicia, sino encontrar la vía para que los verdugos ejecuten a las víctimas, que fuimos -casi- todos.

La memoria, en puridad, es una facultad que se extiende hasta ayer. Mejor, hasta hace un ratito. Bueno, incluso hasta que he acabado la anterior frase. Que se lo pregunten a los que padecen alzhéimer y otras demencias seniles, capaces de interpretar canciones de los setenta, de acordarse de amigos de infancia y juventud, incapacitados para rememorar el encuentro del día precedente con sus hijas y nietos. ¿Por qué no extender la ley de memoria democrática sin fecha? Puestos a darnos mamporros, revisemos hasta el último hálito. Hasta esas amenazas en la procesión al alcalde de Pamplona, aberrantes, antidemocráticas. Hasta las palizas de «los chicos de Alsasua» a dos guardias civiles. Hasta la apología del terrorismo que son los homenajes diarios a etarras. Hasta los amedrentamientos que se repiten cada tarde en calles de Euskadi o de Navarra. ¿Nos tendremos que olvidar de la acusación a la jefatura de ETA por las órdenes de ejecución de Miguel Ángel Blanco? ¿O del zulo de inmundicia en el que enterraron dos años de la vida de Ortega Lara? ¿La memoria democrática implica que sólo hasta 1983 han de reflejarse, como muestra de reacción a la falsedad de la represión del Estado, los crímenes de ETA? ¿Quedarán fuera del foco Manuel Giménez Abad, José Ángel de Jesús o Irene Fernández, esto es, algunos de los más cercanamente nuestros? ¿Significa que se re-juzgarán las denuncias de los malos tratos que presentaban los asesinos aconsejados por sus abominables abogados? ¿En la memoria democrática podemos apuntar todos los ciudadanos el miedo que sentimos por nuestro padre guardia civil, por nuestro hermano alcalde, por nuestro amigo policía, por nuestro compañero militar? ¿Y la rabia por la displicencia y el menos precio de cobardes capas de la comunidad? ¿Consideraremos en sentido estricto la acepción de terrorismo y se podrán sentar en el banquillo algunos de los beneficiarios de la indulgencia inconsecuente de la actualidad?

No, aquí hay trampa. Tienen absolutamente toda la razón Felipe González y Alfonso Guerra cuando aseguran que nada que provenga de un pacto con Bildu puede ser bueno. En democracia, en su memoria, la ética ha de ser un valor. Es más, todos los partidos debieran anunciar antes de las elecciones con quiénes son capaces de pactar. Para que lo sepamos. Para que la transparencia no sea un brindis al sol que se predica en proporción inversa a la práctica. Incoherencia.

«¿En la memoria democrática podemos apuntar todos los ciudadanos el miedo que sentimos por nuestro padre guardia civil, por nuestro hermano alcalde, por nuestro amigo policía, por nuestro compañero militar?

Un país serio ha de condenar los regímenes totalitarios, abjurar de la dictadura y perseguir el terrorismo como una forma execrable de delincuencia. Un Estado ha de preservar, sobre todo, la vida, la dignidad y la justicia. Ha de perpetuar la memoria, que ni es un suflé ni un pastel moldeable. Ha de recordar que, por aquellos primeros años de los ochenta, era más raro el día de no enterrar que el de enterrar. Y que los batasunos, hoy devenidos en bildutarras, celebraban los asesinatos de inocentes. Que la existencia se depreció por la acción indiscriminada y discriminatoria, que en uno y otro caso eran vomitivas. Que nos agachábamos debajo del coche no para ver si perdía aceite, sino para comprobar que no se nos querían llevar por delante. Que respirábamos una atmósfera densa de muerte y horror. Que «Patria», la magnífica obra de Aramburu, era un retrato incluso leve de aquellas pequeñas comunidades enfermas (en este sentido, interpreto que la Historia de un Vasco de Iñaki Arteta es más rigurosa), podridas, todavía lejos de su curación. Mientras haya nueces que recoger, siempre habrá quien mueva el árbol (espléndido el relato de Carmen Gurruchaga e Isabel San Sebastián).

Yo, particularmente, me niego a juzgar más severamente al general Rodríguez Galindo (que, entre sus presuntos y hasta juzgados errores, ofreció brillantísimos servicios a este país desde una ratonera como era Intxaurrondo) que a Txapote, a Kantaur, a Anboto o a Mikel Antza.

La estrategia de Bildu, como la de ETA, es predecible: mentir, utilizar el victimismo menospreciando a las víctimas, someter al Estado, obtener beneficios políticos como si no fueran ya suficientes. Asegurar la derrota de ETA es un voluntarismo que, visto lo visto (ahora están cobrando muchísimos proetarras del Estado), es insano y puede auspiciar una relajación atroz.

Yo prefiero reivindicar la memoria del teniente coronel Pedro Alfonso Casado, Perico (de la Vitoria en la que seguro padeció tantos asesinatos de personas próximas), capaz de morir en acto de servicio frente a una sanguijuela con arma por salvar la vida de los rehenes. Me dice el coronel Vélez, compañero suyo, que era un guardia civil de 10, en lo profesional y en lo personal. Y quiero vindicar a tantos y tantos que han devaluado su seguridad para engrosar la del ciudadano. En una reversión del orden natural, parece que olvidemos, como la película de Enrique Arbizu, que es mejor que no haya paz para los malvados. Para los que cercenaron la joven trayectoria de Miguel Ángel Blanco, convertido el 25 aniversario de su asesinato en un tristísimo campo de batalla que revela que sí, que el espíritu de Ermua está muerto. Que, en realidad, apenas duró unos telediarios, miserable como es el mundo nacionalista, insufriblemente leve de congruencias el constitucionalista. Si cedemos tanto en nuestra integridad democrática, será nuestra conciencia la que habrá perdido la serenidad de la justicia.