«La vanguardia no pasa por pretender delimitar la verdad, sino por no contarnos más mentiras los unos a los otros». Me pregunto qué pensaría Manuel Vázquez Montalbán ahora, cuando apenas hubiera cumplido los 83 años. El periodismo inconformista del creador de Carvalho era el de un observador, hacia delante y hacia detrás. Le tocó vivir, como él definió, el tránsito del la máquina mediática concesionista, controlada por el Estado, a la máquina mediática del mercado, que en la ley de la oferta y la demanda acababa en la oligarquía de los poderes económicos. Si hubiera aguantado hasta hoy y no hubiera cedido a la pulsión de la muerte en Bangkok -¡qué se le habría perdido ahí a quien proclamaba que todo lo que es bueno para él es malo para su cuerpo!-, hubiera constatado que las fuerzas dominantes de la información habían revertido al estado originario a golpe de talonario pero esta vez pagado por todos los contribuyentes, para debilitar al extremo la voluntad de búsqueda de la objetividad. Así se sostiene hoy un alto porcentaje de los medios, y ahí radica su pobreza espiritual y material de contenidos.

No pudieron ni él ni José Manuel Porquet, con el que le unía amistad y admiración, llegar a ver el periodismo de ‘hashtag’. Probablemente partieron porque habían hecho por esta vieja profesión más que generaciones juntas de las que se avecinaban. El caso es que, gracias a la providencia, en la dimensión que estén se regodearán con el fino humor que les caracterizaba de la superficialidad sobre celulosa. Todo proclamas vacuas, eslóganes irreflexivos, mentiras mecidas por las manos palaciegas en las que no hay ilustración, tan sólo disputa por el sillón y, una vez consolidado, la guarda con cancerberos de cincuenta cabezas (mejor inclinarse por Hesíodo que por la tradición oral que circunscribe a tres las fauces).

No pudieron Vázquez Montalbán ni Porquet llegar a ver el periodismo de «hashtag». Probablemente partieron porque habían hecho por esta vieja profesión más que generaciones juntas de las que se avecinaban

Hoy es imposible la aversión que José Manuel mostraba por las nuevas tecnologías, cuya utilidad estimaba idéntica a la máquina de escribir (es mítica la trinidad de olivettis de Montalbán esperando su inspiración cada una con un folio en blanco) con la diferencia de que la facilidad en el teclado era inversamente proporcional a la reflexividad sobre el carro de las letras. Su Tragaluz iluminaba mucho.

Entre las muchas enseñanzas que recibí de él y de Antonio, precisamente traslucía la idea montalbaniana de que no hay que delimitar la verdad, sino rechazar la mentira y las medianas de la inmoralidad. Y, en sus prédicas, rezumaba una admiración por el delicado trato al lenguaje en el periodismo de antaño. He leído y releído, a cuenta de la conmemoración de la inauguración del Canfranc de mañana, las crónicas tanto del proceso conducente hasta el arranque de los vagones (la contextualización hoy limitada por la miopía) como de los fastos con Alfonso XIII y Gaston Doumergue. A muchos periodistas que conozco, ni se les ocurriría analizar con sentido crítico la depauperación del idioma que hoy se perpetra impunemente, con la única censura de los lectores en luna menguante. Para ser exactos, a prácticamente ninguno (las excepciones trabajamos juntos en ese fascinante proyecto coral) se le ocurriría husmear en la hemeroteca y en EL DIARIO DE HUESCA. Y es una lástima porque, para dar un buen servicio a la sociedad, con perspectiva y calidad, es muy recomendable leer hacia atrás para expresarse con propiedad hacia delante.